Editorial

4.7.2025 12:56 PM

Derechos humanos en la frontera: entre la criminalización del migrante y la dependencia económica

Por: Dra. Marlene Del Toro Granados.

Doctora en Filosofía con Orientación en Ciencias Políticas.

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Las imágenes de agentes de Immigration and Customs Enforcement (ICE) aguardando a la salida de un tribunal de familia en Denver o irrumpiendo en un empacador de pollos en Georgia condensan la paradoja migratoria contemporánea de Estados Unidos: la misma economía que requiere mano de obra extranjera intensifica al mismo tiempo los operativos contra quienes carecen de documentos. De acuerdo con el Informe Anual 2024 de ICE, las detenciones administrativas en el interior del país sumaron 113 431 personas—un descenso de 33 % respecto de 2023, pero con una mayor proporción de migrantes con antecedentes penales, lo que amplificó la sensación de persecución en los espacios cotidianos donde viven y trabajan las comunidades latinoamericanas.

Este incremento de la presión policial no se ciñe a la frontera. Los arrestos “en sitio de trabajo” y la presencia alrededor de juzgados extienden la vigilancia a lugares esenciales para la vida diaria. El mensaje simbólico es contundente: aun los trámites para regularizar la situación migratoria se vuelven lugares de riesgo. El impacto va más allá de las cifras; genera temor a denunciar delitos o a presentarse ante tribunales de familia, y vulnera derechos humanos como el acceso a la justicia y a la seguridad personal consignados en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Fenómenos parecidos se observan en Europa occidental, donde sectores políticos asocian la llegada de solicitantes de asilo musulmanes con un supuesto aumento de la delincuencia. El discurso público que equipara extranjería con peligrosidad ha alimentado actos de violencia racista y políticas de contención cada vez más estrictas. América Latina, por su parte, ha empezado a replicar tendencias similares. En Chile, por ejemplo, la entrada irregular de casi medio millón de venezolanos entre 2019 y 2024 coincide con un alza en la percepción de inseguridad, pese a que la tasa de homicidios chilena—4.6 por 100 000 habitantes—sigue siendo de las más bajas de la región.

Factores de expulsión: pobreza y violencia

¿Por qué millones asumen el riesgo de cruzar fronteras hostiles? La respuesta inmediata está en la falta de oportunidades y, cada vez más, en la violencia. La Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2023 estimó que 1.2 millones de mexicanos emigraron al extranjero entre 2018 y 2023; más de la mitad tenía entre 15 y 29 años y el 78 % eran hombres en edad productiva. Paralelamente, datos preliminares del INEGI reportan 21.2 homicidios por 100 000 habitantes durante el primer semestre de 2024, una cifra que se ha mantenido prácticamente estable desde 2019. La conjunción de pobreza persistente y violencia sistémica constituye un quebranto directo al derecho a la vida, a la integridad personal y al desarrollo, derechos que los Estados están obligados a garantizar.

Una dependencia económica que nadie admite

En el otro extremo de la ruta aparece la dependencia de la economía estadounidense hacia la mano de obra sin papeles. El Pew Research Center calcula que el país albergaba 11 millones de personas en situación migratoria irregular en 2022, un número todavía menor al máximo de 12.2 millones registrado en 2007, pero suficiente para sostener sectores como la agricultura, la construcción y los servicios de cuidado. Estos puestos suelen ser físicamente extenuantes, de baja remuneración o con horarios extensos, lo que desincentiva a los trabajadores nativos.

Al mismo tiempo, la otra cara de la dependencia se refleja en las remesas. Banxico documentó un récord de 64, 745 millones de dólares enviados a México en 2024, 2.3 % más que en 2023. Tal flujo equivale a 44 % del total de divisas que ingresaron al país y supera la captura anual de inversión extranjera directa. Golpear estos envíos con impuestos—una propuesta que resurge cíclicamente en campañas estadounidenses—afectaría el sustento familiar de comunidades enteras y, de paso, erosionaría la credibilidad del sistema financiero al incentivar canales informales.

Criminalizar al trabajador imprescindible

La contradicción es evidente, se estigmatiza al migrante como “ilegal” mientras se aprovecha su contribución al producto interno bruto. Estudios del National Bureau of Economic Research muestran que, si los trabajadores indocumentados fuesen regularizados, su aporte a la economía privada aumentaría hasta 20 % gracias a una mayor productividad, mejores salarios y un efecto de arrastre sobre la inversión empresarial. En la práctica, la falta de estatus migratorio facilita abusos como salarios por debajo del mínimo, horarios sin compensación y la amenaza de deportación como método de disciplina laboral. Tales prácticas vulneran el derecho al trabajo digno y a la igualdad de trato recogidos en los Convenios 97 y 143 de la Organización Internacional del Trabajo.

Lecciones de la amnistía de 1986

La historia ofrece un precedente aleccionador. La Immigration Reform and Control Act (IRCA) de 1986, promulgada por Ronald Reagan, concedió residencia legal a 2.7 millones de personas que habían llegado antes de 1982. Investigaciones posteriores indican que los ingresos de los beneficiarios crecieron entre 8 % y 20 % durante los primeros cinco años y que su movilidad ocupacional se aceleró, reduciendo la informalidad salarial que imperaba antes de la regularización. También aumentó la recaudación fiscal y la contribución neta a la Seguridad Social, desmontando el mito de que la legalización supone una carga para los contribuyentes.

Derechos humanos en el centro de la política migratoria

Considerar la migración como un problema “de seguridad” reduce personas a estadísticas y olvidos. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce el derecho de toda persona a circular libremente y a elegir su residencia dentro de un Estado. Y si tiene fundamento de persecución, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados obliga a no devolverla a un territorio donde su vida corra peligro (principio de non-refoulement). Estas obligaciones alcanzan tanto a Estados Unidos como a los países de tránsito y de origen.

México, por ejemplo, ha avanzado en la emisión de visas humanitarias y en la creación de albergues en la frontera sur; no obstante, el flujo y la saturación agudizan el hacinamiento y la falta de servicios sanitarios, contraviniendo los estándares mínimos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Del lado estadounidense, la detención prolongada de niños y la separación familiar han sido cuestionadas por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, recordando que el interés superior del niño debe prevalecer sobre cualquier política de disuasión.

Conclusión: una oportunidad histórica

Quienes hoy madrugan para recolectar fresas en California, limpiar habitaciones en Nevada sostienen dos economías a la vez: la que los emplea y la de sus familias al otro lado de la frontera. La dependencia es mutua. Criminalizarlos sin ofrecer una vía de integración legal perpetúa la contradicción entre aprovechar su trabajo y negarles derechos básicos. La experiencia de 1986 demuestra que la regularización masiva puede ser un acto de pragmatismo económico y, sobre todo, de justicia social. En un continente donde el bono demográfico de América del Norte empieza a agotarse, la migración ordenada, segura y regular—con pleno respeto a los derechos humanos—no es una concesión, sino una vía para sostener la competitividad regional y la cohesión social.

La agenda está sobre la mesa, fortalecer los marcos de protección, ampliar las vías legales, profesionalizar a la fuerza laboral desplazada y erradicar la explotación. Si la política pública se alinea con los principios que los mismos Estados han suscrito, la frontera dejará de ser una cicatriz y se convertirá en un espacio de beneficio compartido para todo el hemisferio.